Aitor miró su reloj Casio: eran las seis de la tarde, apenas quedaba media hora de luz diurna. «Siempre hay prisa», maldijo Aitor con rabia. Uno no podía acelerar procesos que requerían unos tiempos, como si un examen preliminar se hiciese en un chasquear de dedos. Abrió la chaqueta de la montañera
y exploró el cuello y la zona del pecho. Izaro Arakama tenía la piel entre azul y morada, con una fina capa transparente al tacto, como revestida en cera, a causa de la vasoconstricción cutánea. Supuso que, al hacer la autopsia, encontrarían signos de edema pulmonar por fallo cardiovascular o, directamente, un corazón que había dejado de latir a causa del frío. Aitor la miró: parecía plácida allí tumbada. Se preguntó si habría pasado miedo y esperó que hubiese perdido la razón mucho antes de darse cuenta de que iba a morir.