Raçak (Kosovo), 16 de enero de 1999

La joven de los ojos almendrados revivirá todo lo ocurrido con minuciosa precisión. El instante en el que se derramaron las primeras luces sobre un manto blanco estriado por la sangre. Las delgadas capas de hielo crujiendo bajo sus pies descalzos, de un azul indeciso. La cadencia errante de su caminar entre aquellos cuerpos inertes esparcidos por la colina, congelados en esa mueca extraña y definitiva que solo esbozan quienes han perdido la vida a traición. El cálido hilo carmesí que le recorría la entrepierna y ese molesto zumbido en el oído izquierdo que terminará produciéndole una sordera leve incurable. El momento atroz en el que descubrió el desenfocado rostro de su padre sobre la cuneta, con los labios apergaminados y un orificio chamuscado en el centro de una frente curtida por la intemperie. Recordará también la inefable inercia que la llevó a seguir caminando sin rumbo, confusa y sola, cegada por el brillo de la nieve, sosteniendo con las uñas rotas una cartilla de identidad serbia. La acreditación se le había caído al más alto de los tres paramilitares cuando, en la penumbra de un pajar, se había apresurado a bajarse los pantalones de campaña.