El cuerpo sin vida de un hombre se mecía lentamente a orillas del Sena con la suavidad y el ritmo de una mazurca rusa. Su piel había adquirido con la muerte una tersura extraña, como de anfibio lechoso, como de espectro húmedo. Se encontraba boca abajo: el cabello desparramado a ambos lados de la cabeza le daba un aire de Medusa colérica, y los brazos, dos aspas oscilantes, marcaban el vaivén de las olas que lo hacían batir contra el bolardo a merced de la corriente.

En el teatro Le Peletier, la sede de la Opéra, se celebraba mientras tanto el famoso baile de máscaras anual.

Théophile Gautier apuró de un trago la copa de licor de pera que acababan de servirle. Pensó que en su vida había probado una bebida más desagradable, pero inmediatamente rectificó: sí, lo había hecho, y en varias ocasiones, aunque en todas había sido mejor que aquélla. El tradicional baile de Carnaval comenzaba a resultarle aburrido y estúpido.

Dejó el vaso en una de las mesas improvisadas alrededor de las barandillas y el líquido pringoso se derramó sobre la madera. Sin importarle lo más mínimo, Théophile permitió que la bebida se absorbiera por las grietas de aquella superficie mal barnizada y trató de recuperar con la mirada a Félix, que ya se había perdido entre la multitud.