Fue a decirle que ella nunca tendría que llamarle así, pero ambos se quedaron callados, mirándose como si pudieran hablar el lenguaje secreto del silencio: él viajando en sus ojos verdes, y ella perdida entre los pliegues de su rostro. André supo que no hacía falta decir nada porque las palabras eran distancia y los sonidos torpeza. Y, prendado por aquella fuerza salvaje que habitaba en su tía, encadenado a aquel huracán que podía condenarle, embargado por la presencia abrumadora de su verdor, sintió que todas las noches solitarias de universidad, que todas las amantes pasajeras, que todos los recuerdos de aquella dolorosa separación se hacían minúsculos hasta desaparecer en aquella tempestad que le prometía que nada los separaría de nuevo. «Nada hay en esta vida que quieras más que a ella», se dijo, y se dejó llevar por el pensamiento de que si alguna vez la perdía, él sería un alma hueca, condenada a vivir para morir en vida. Tragó saliva, envuelto en aquella aura acogedora de la que no quería salir; y sin poder evitarlo la apretó por la cintura, en un impulso, y deteniéndose apenas en sus labios, la besó en la mejilla y la abrazó con la intención de no separarse nunca.