Mi hijo Nano, que ocupaba el asiento trasero de aquel taxi, era el padre del libro premiado, el autor de la obra más laboriosa, aparatosa y ambiciosa de cuantas, en su atropellada vida, escribiría. Esa fecha fue el punto crítico, la hora cero, el momento estelar de mi historia. Eran las dos de la tarde del penúltimo viernes de diciembre de 1979. Entonces Madrid hervía, el volteo de las campanas del cambio aún no sonaba a desencanto y el país estaba rompiendo el cascarón de una época frágil, menuda y pálida. Quizá por eso el libro galardonado irrumpió como un meteoro en el escenario de la literatura posfranquista. Mi hijo, que venía a comer, llegó a casa de la misma manera. Envuelto en su aire de hippie burgués, Nano marcó aquel día el paso más firme de cuantos había dado al entrar en nuestra casa de Lope de Rueda. Eternamente joven, ansioso de vida, distinto e inolvidable, se cruzó conmigo en el recibidor y, al verme, anunció: «Mamá, me han dado el Premio Nacional de Literatura». Y
lo dijo así, como si tal cosa, sin adornos, rápido, quitándole hierro, con la emoción acuartelada, fiel a su carácter. Yo, en cambio, rompí a llorar. No pude contenerme: su premio era también el mío.