Mi nombre no importa. Pongamos que me llamo Elí, tanto da; siempre he sido bien poca cosa. Y, sin embargo, mi gesta será por siempre recordada. La mía o, mejor dicho, la de Rahab la Larga, a quien Yahvé bendiga. Desconozco la razón por la que los suyos asociaron a su nombre semejante epíteto. En verdad que le hace poca justicia. Cierto que era alta y espigada, pero lo que más llamaba la atención en ella no era su estatura, sino su sonrisa. Jamás he visto una igual. No se le borraba de los labios, ni siquiera la perdió cuando los enviados del rey intentaron amedrentarla asaeteándola a preguntas: «¿Dónde se esconden los forasteros?». «¿Por qué callas?». «¡Habla o te arrancaré la lengua!». 
Pero… un momento. Voy demasiado aprisa. Una historia como la suya merece cierto preámbulo, ir atrás un par de semanas y explicar que todo comenzó con la muerte de
aquel que había logrado arrancar a nuestro pueblo de la esclavitud sacándonos de Egipto. Ciento veinte años acababa de cumplir nuestro padre Moisés cuando, con su último aliento, subió al monte Nebo y, una vez en la cumbre, tal como había asegurado, Yahvé le permitió ver de lejos la tierra prometida. Dos días más tarde expiró, pero no sin antes elegir sucesor. Tal responsabilidad recayó sobre Josué, hijo de Nun, y fue a él a quien Aquel que todo lo ve y todo lo puede hizo saber que la ciudad de Jericó, al otro lado del Jordán, sería nuestra. Pero también le advirtió que su conquista no sería fácil, que las murallas de Jericó gastaban fama de inexpugnables, por lo que le ordenaba enviar secretamente un par de espías como avanzadilla.