Solo había pasado una hora desde mi epifanía romántica cuando abrí la puerta de mi apartamento con el cuerpo a medio camino entre la emoción por contarles a mis
compañeros de piso mi infalible intención de buscar una pareja estable y el temor a las burlas que sabía que provocaría mi decisión. Pero nunca se me había conocido
por ser una cobarde, así que entré pisando fuerte y, al encontrarlos tumbados en el sofá y con el aspecto que tenían en ese momento, me di cuenta de que aquellos dos seres no podían suponer una amenaza de ningún
tipo.
—¿Puedo preguntar qué hacéis? —me atreví a decir después de un rato observando a Oliver con la oreja pegada a un vaso, adosado a su vez a la enorme tripa de Moon.

Quizá la elección de los dos compañeros de piso más extraños a este lado del Támesis tuviera algo que ver con las enajenaciones mentales transitorias que me atacaban a
veces. Y cuando digo «elección» estoy mintiendo, porque el hecho de que hubiéramos acabado compartiendo piso a los treinta había sido más bien el fruto de una serie de catastróficas desdichas.